miércoles, 12 de septiembre de 2012

RUBÉN, ¡NO!

Comparto un cuento que escribí para la primer clase de un taller de escritura que arranqué ayer.
La consigna era escribir algo bajo el título "Rubén, ¡no!", donde ese tal Rubén se rebele contra quien lo está oprimiendo. 
El resultado: 



Rubén, no

Ya está, me cansé. En cualquier otro país, esto seguramente sea considerado dictadura emocional. Pero acá nadie interviene. Ya no me castigan por lo que hago, sino que incluso anticipan el amague, adentrándose en la complejidad de mi mente, y censurando el mismísimo momento en el que nace la mínima intención, con una penetrante exclamación: Rubén, ¡no! Llegué al patético estado de no reconocer si realmente deseo hacer lo que me están prohibiendo, o si solo me lo propongo para llevarles la contra.

Toda mi vida actué según la premisa de acatar órdenes o perecer. Jamás me detuve a reflexionar sobre cuál sería mi destino si me revelaba contra el amenazante “Ruben, ¡no!” que me lanzan cada vez que siquiera fantaseo con hacer algo. Las posibilidades son terroríficas, se evidencia con solo mirar un periódico. Me aterran los periódicos.

Podría denunciarlos por abuso de autoridad, pero es claro que nadie escucharía mis reclamos. La gente suele ser agradable conmigo, pero me sería muy difícil explicarles el sometimiento que padezco. Además aprendí que no se puede confiar en nadie. Los mismos que primero están compartiendo conmigo un momento ameno, no tardan en encontrar la excusa para disparar un “Rubén, ¡no!” que me desconcierta y paraliza. Seré el hazmerreír de la gente, un bufón que invita a la constante desaprobación.

Rubén, no hagas esto. Rubén, no hagas lo otro. Ya no tengo ganas de hacer nada, me enjaulan con sus retos. Me condenan a la paranoia. Porque sucede que se presentan oportunidades en las que podría, por ejemplo, comer un sándwich o recostarme en un sitio confortable -cosas que no veo por qué habrían de estar mal-, y recibo tremendo castigo. Y luego, cuando opto por mantener distancia y hacer caso omiso a mis tentaciones, me seducen para que haga algo que en otro momento habría sido un pecado mortal. No sé qué es peor, si la tiranía o la incongruencia.

Ni hablar de las tentaciones sexuales. Los mismos que reprimen mis deseos totalmente instintivos y naturales, son los que no tienen ningún escrúpulo para dejarse llevar por la lujuria. Desfachatadamente, me excluyen de un universo que ellos navegan sin reparos. Y después, alimentando la incoherencia que los caracteriza, me presentan candidatas. Claro que no me niego, pero me encantaría poder elegir. O, aunque sea, no sentir la vergüenza de doblegarme sin objeciones a sus demandas.

El quid de la cuestión es mi debilidad; no logro imponerme, y aunque frustren mis deseos, acabo por complacer los suyos. Y para colmo, me alegro. Pero ya está, me cansé. No voy a permitir más agravios, a pesar del afecto que les tengo y las caricias que me brindan. Me volveré irreverente, agresivo y aterrador. Nadie osará prohibirme nada, todos temerán mi rabia. Voy a conseguir exactamente lo que quiero…

“Rubén, ¡no!”

Les ladro.

“Rubén, ¡no!”

Ok, ok, no me lo repitan. Me voy a la cucha.